A diario, me asomo al exterior a través de dos ventanas, respiro y suspiro en cada una de ellas. La más grande, con dos inmensas hojas de cristal, me transporta a una realidad cotidiana. Recreo la mirada, y mi ensimismamiento es compartido por palomas, gorriones, helechos y un laurel, y siempre por un cielo tan variado como los gustos; hoy por ejemplo está gris plomizo, serio y circunspecto, pero me gusta. Cuando amanece y se gasta la madrugada, me repito: “Hoy, puede ser un buen día. Confiado, me lo creo, Cuando anochece, todavía con los últimos rayos del sol, pego la nariz al cristal y repaso lentamente los misterios de las horas vividas, y veo esconderse la luz por mi derecha. Entonces, solo, en esa soledad consentida me dejo seducir por el pautado ronroneo de las palomas. La otra ventana, sigue a continuación. Ésta, mucho más pequeña y de una sola hoja de tacto líquido me lleva a un mundo virtual, que cada vez lo es menos, y converso con ella, o mejor dicho, a través de