Enero. La conocí cuando se casó Rubén, el hijo menor de Consuelo. Fue una boda de postín, de esas de tirar la casa por la ventana. Todo muy emotivo, la ceremonia solemne y entrañable, y el banquete exquisito y suficiente. Durante la fiesta, tropecé con el camarero, derramando sobre su vestido mi copa de champagne, azorado me multipliqué en disculpas y con la risa nerviosa busqué unas servilletas en un rápido auxilio. Su belleza y sentido del humor, me cautivaron, mientras veía que el champagne empapando iba dando forma a un cuerpo que logró conmoverme. Febrero. Cuando regresé a casa, unos días después de aquel acontecimiento, revisé mis maletas, tenía que intercambiar toda mi ropa para un inmediato viaje de trabajo, detuve la mirada ante aquella camisa de lino blanco y encontré, unas casi imperceptibles manchas, resto de aquellas lágrimas de Champagne que salpicaron mi pecho. Acaricié con la yema de mis dedos aquel trozo de tela escocesa, justo en el circulo que