Era domingo, estaba en el jardín
cuando oí voces en el interior del salón. Dejé la
manguera en el sendero mientras acudía al reclamo de las voces.
Todo
empezó por el final, cuando tenía sesenta años. Sesenta primaveras de las que no
recordaba ninguna aunque tenía una idea aproximada de lo que habían sido.
Ahora,
mi mayor y único entretenimiento consiste en dejarme llevar, secuencia tras
secuencia, por las imágenes del televisor de 42 pulgadas, permitiéndome escuchar
con una claridad extrema las últimas noticias de una encuesta sobre sexualidad
en la tercera edad.
Con el mando en la mano,
jugué de nuevo a buscar el canal de los colores en alta definición. Sin
pretenderlo acerté con mi momento preferido. Me abandoné en el fondo de mi
butaca y con los ojos vidriosos pude ver todo de forma confusa y entremezclada:
el día y la noche, lo grande y lo pequeño, lo suave y lo áspero, el calor y el
frío.
Por enésima vez, estaba viendo los
mismos anuncios, los mismos documentales, las mismas películas. En ese momento
frente a esa pantalla de infinitos colores solo había una cosa en blanco: mi mente.
La imagen del televisor se parecía a mi propia imagen reflejada como en un
espejo.
Apagué la pantalla y evité
distracciones, pero la imaginación seguía ausente. Miré por la ventana y
recordé en un instante las primaveras olvidadas.
Ahora, en mi epílogo vital, me descubro en mitad de la noche
soñando despierto, perdido, solo y desplazado a miles de primaveras de
distancia. Por un instante, con la mirada vacía, sustituir la vista de la
inhóspita habitación por un borroso delirio, y soñar con aquella otra: cuatro
paredes pintadas de recuerdos y una ventana por la que mirar, seguro y en paz,
al campo y más allá el lago... Esa sería, será, mi única y última fantasía.
Olvidando todos mis secretos, dependía de
la casualidad para recordar cuáles eran mis virtudes, mis defectos, mi peso, mi
altura, incluso mi nombre. Pero todos los recuerdos, incluso los del futuro, se
amontonan. Se solapan edades, personas, lugares y circunstancias, como los
naipes de una baraja cuando se ordena un solitario... Y tengo que jugar, aunque
sea conmigo mismo.
Atravesé el vestíbulo, y por una de
las puertas de vidrio salí al jardín. Ni un solo pensamiento cruzó mi
mente. La paz reinaba en mi corazón.
¡Ah,
se me olvidaba! Mi nombre es Chance y soy el jardinero.