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Cuentos de andar por casa: Supersticiones

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Supersticiones A San Perdido de la Torre se llega a través de carreteras secundarias. Quedan atrás aldeas, ermitas y ruinas de un casi desaparecido castillo medieval del siglo XIII. El pueblo te recibe con un paseo atiborrado de cipreses —trescientos trece—. Una sola calle, la Mayor y después nada. Sus pocos habitantes, ciento trece, son supersticiosos de las supersticiones, obstinados creyentes de la mala suerte y confiados inocentes de buscar la adversidad. Cuando se produce un nuevo alumbramiento, el más anciano se muere a propósito: el censo no se puede alterar.  Trece gatos negros son los que hay, cuyas hembras, por alguna ancestral bendición, paren trece gatitos negros.  Las damas pintan de rojo sangre sus labios frente a cristales rotos en trece pedazos. Trece segundos, no doce ni catorce...: ¡TRECE! se utilizan para cruzar la plaza, subir a la torre o llenar los cubos en cualquiera de las trece fuentes que desparraman sus cristalinas aguas en el pueblo. Tre

Cuentos de andar por casa: Moisés

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Moisés Imaginar, moldear y acariciar al tiempo que se crea lo desconocido.  Sentir que las manos húmedas toman el barro y perfilan el volumen del deseo.  Modelar sin pausa, extasiado, en un caos de conexión emocional con el elemento natural y lanzar las manos a la aventura de la creación. Los dedos calibran el fondo y se hunden en la superficie inmediata; o hábiles, repican cincelando pliegues, arrugas y arterias, que vivas se adueñan del espacio y del tiempo. Las manos no destruyen, sólo transforman. Indistintamente de la magnitud de la obra y una vez terminada, el artista, convulso, enloquecido por tanta belleza y desatando una cólera contenida, le golpea en la rodilla exigiéndole que hable…  «¿Por qué no me hablas?». Y ante el silencio de la piedra, Miguel Ángel, cae vencido a sus fríos pies. Foto: Alfredo Cot

Cuentos de andar por casa: Oliendo a café

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Oliendo a café Vivo en un octavo. Cada día, el ascensor acude a mi planta con la precisión de un tren de alta velocidad. Las puertas de acero se abren invitándome a entrar a la primera sensación del día: un penetrante aroma a café recién hecho. Se cierran las puertas y comienza la aventura de cada mañana, oler planta por planta intentando adivinar en cuál de ellas es más fuerte el olor a café, y así identificar su origen, ponerle cara a esas manos que tan sabiamente han mezclado, molido y filtrado, hasta conseguir ese cremoso exprés de tan exquisito aroma y sabor.  El descenso es corto, no llega a un par de minutos y la carrera de olfatear se concentra al paso de los diferentes pisos.  Podría ser Carmen la del séptimo, se levanta temprano y a estas horas lleva a sus hijos al colegio; seguro que vuelve para apurar el resto de su cafetera. Manuel el del sexto trabaja en casa, es informático, pero no me lo imagino trajinando en la cocina, es más de bajar a la cafetería de

Cuentos de andar por casa: El soldado Martínez

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Conocí al soldado Martínez en la primera fase de la instrucción. De los primeros en llegar. Puntual. Confundido, ajeno a aquella experiencia que le había arrancado de su pueblo por primera vez. Saludó con un tímido movimiento de cabeza que correspondí sin demasiada trascendencia y me dije: «Dios mío, a este le falta poco para cagarse en los pantalones». De mediana estatura, fibroso, tostado de brazos y cuello por el sol del mediodía, debió de intuir en mi gesto algo más que un saludo cortés e, instintivamente, se refugió en mi entorno espacial reclamando desde el fondo de sus ojos azules un pacto clandestino de ayuda y protección. En esos momentos, el soldado Martínez no era dueño de nada y sin embargo dejaba traslucir una ternura de gran intensidad. Su falta de experiencia la compensaba con la belleza y obviedad del hombre que ha aprendido a vivir con el trigo, las viñas y los animales. Era así, sin proponérselo, pero yo sentí la necesidad de descubrirlo y apadrinar esa indef

Cuentos de andar por casa: ¡Bragas a cuatro euros!

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¡Bragas a cuatro euros! La curva, después de pasar la Gasolinera, siempre le sorprendía; no se acostumbraba a reducir la velocidad, la visibilidad era buena, sin embargo el peralte, por una extraña razón inclinaba el asfalto en contra de los confiados automovilistas. No le gustaba conducir, pero ahora no tenía elección; solía hacerlo de madrugada, acompañada pero más sola que nunca. Además tenía que recordar cúal era el destino en ese sábado de diciembre. Cada día un mercado diferente, en un pueblo diferente, pero el mismo tipo de gente de siempre. Cristina era bonaerense, vino a Valencia de joven y enamoró a Pepe, el batería de un grupo de Rock llamado Los Escorpiones. Estos viajes al mercado no tenían nada que ver con aquellos de los conciertos por la Comunidad Valenciana. Después de un largo pero cómodo viaje hasta el pueblo de turno descansaba en primera fila o en una mesa cerca del escenario tomando alguna copa, mientras su amor aporreaba las baquetas sobre la tersa

Cuentos de andar por casa: Una historia de Internet

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Una historia de Internet Mi nombre es HP, mi apellido Windows; de lo que podéis deducir que pertenezco a una familia y a un momento donde la ficción y la realidad se confunden. Tengo un cuerpo equilibrado, altura y peso estables, mientras que mis pulsaciones y tensión son más cambiantes, mi cabeza es ancha y plana y tiene matices y opciones de color e intensidad, en general, diría que este cuerpo que la técnica me dio es proporcionado y justo. Funciono mediante los impulsos que generan en mi pecho las caricias de las prestadas manos de un ser raro y complejo, sin embargo y a pesar de esos contrastes, me he acostumbrado a su presencia y con el tiempo he llegado a la conclusión de que él me necesita más a mí, que yo a él. Este extraño ser, tiene un comportamiento curioso: se emociona, ríe, llora, gime, grita, patalea, susurra, canta y todo ello, solo, delante de mis virtuales narices. Os cuento que una vez lo vi alegrarse hasta la locura cuando le abrí un mensaje que d

Cuentos de andar por casa: Amigalario

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Jardiel Poncela, en un divertimento literario, se recreó sobre el papel de los tipos que nos encontramos a lo largo de nuestra vida y que de una u otra forma tienen o pretender tener cierto ascendiente sobre nuestra existencia. Con un término que bautizamos como Amigalario , Poncela lo inició con la definición del «Amigo Póliza» que por graciosa, ocurrente y real me ha llevado a hurgar en la hemeroteca articularia hasta encontrar alguna que otra perla digna de comentar: Amigo Brújula: Es el amigo del que más nos fiamos, con inexplicable ceguera leemos el libro que nos recomienda, la película que nos aconseja o las rebajas a las que debemos acudir, sin darnos cuenta que siempre es nuestra pereza y no su inteligencia la que nos hace decidir. Amigo Visa: Es impensable salir a la calle sin este amigo, es el acompañante inevitable, mudo, no dice nada, solo está por si acaso, pero que nunca te lo dejas en casa porque si no ligas ya sabes a quien echarle inconscientemente la culpa

Cuentos de andar por casa: La silla se va de viaje.

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La silla se va de viaje. Es la pequeña y es su primer viaje. Yo, su madre, la mecedora, no lo tengo nada claro, pero su padre, el sillón, dice que ya es mayor, que tiene que espabilar y ver mundo. Parece que fue ayer cuando Tomás, nuestro carpintero de cabecera me dijo: «María, vas a tener una silla». Salió del revés: primero las cuatro patitas, luego el asiento, cuadrado y horizontal y por fin un respaldo abarrotado de barrotes. Recién nacida olía a roble fresco De niña sentía la emoción de los primeros descubrimientos. Aquel culito blanco que acariciaba, escurriendo, las tiernas nalgas sobre su resbaladizo cuerpo; hasta que alguien decidió que había que tapizar el asiento con loneta de colores. Aquella base, cuadrada y horizontal, que iba creciendo en altura, con almohadones superpuestos, tal y como se hacía mayor, Carmencita. Siempre fue transparente. Su mirada limpia, a través de los barrotes torneados, encontraba el límite en la prolongación hacia el suelo de las cua

Cuentos de andar por casa: Pavarotti o el trágico final de un seductor.

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¡Adiós, amigo! Pavarotti aleteó escapando por la ventana abierta de par en par al reclamo de su amada Callas. Él, loro, papagayo, perico y ella, cacatúa, cotorra, periquita. Ambos, gregarios y monógamos, aunque enamoradizos repetían e imitaban incansablemente las melodías que, el uno a la otra y la otra al uno se intercambiaban por el patio de luces. A esa hora, cada día, Pavarotti solía visitar a Callas, la lora del quinto, y le recitaba de memoria el primer verso de «Poesía eres tú» de Bécquer. Seductor como buen loro. Coqueto como buen loro. Parlanchín como buen loro y soberbio como buen macho regresaba horas más tarde con alguna pluma de la lorita en su curvado pico. Prueba fehaciente de su conquista y trofeo silencioso que sólo podía compartir consigo mismo. Un día, al salir, una ráfaga traicionera cerró de golpe la ventana. En su vuelo ascendente se debatía entre el dilema de si esa deseada e inevitable visita tres pisos más arriba tenía que ver con una determinaci

Este jueves, relato: Altruismo «María»

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El mundo de María es el mundo de los pies, como el de los perros pero sin olisqueos. No levanta la mirada del suelo; sentada, acomoda su delgado y enfermizo cuerpo en un hueco de la fachada entre el estanco y la librería y todo su horizonte es el que dibujan los zapatos de los transeúntes, recortados en la profundidad de la acera. María es un sin techo que arrastra su condición vagabundeando, en busca de una esquina soleada donde abandonarse al abrigo de los tenues rayos de sol que le permiten sobrevivir en el helado y duro pavimento en este frío y ventoso invierno. Todo su vestuario es una pila de harapos, uno encima de otro y ella, encima de todos. Solitaria, en su esquina tibiamente iluminada, contrasta su tremenda e inmóvil soledad manifestándose más cruel, si cabe, en medio del denso y insensible deambular de la gente. Pero, ¿qué tiene María que la diferencie de otros desfavorecidos que consumen sus noches bajo las estrellas envueltos en húmedas hojas de cartón? Poco…,