Dylan


No te puedes perder. 

Conoces esta parte de la ciudad como la palma de tu mano. Naciste por aquí cerca y podrías contar cosas que ya no ves o que ya no existen. Estás en lo que para ti es el Hospital de los Pobres Inocentes. Andas sin prisas, sin objetivo y pasas por lo que fue su entrada principal; lo que recuerdas es un pequeño torno con una puerta basculante en la que abandonaban a los recién nacidos —aquellos «Expósitos» de entonces—. Pero, creo que no se trata de que veas lo que no hay sino de que imagines lo que hay. Sabes lo que vas a encontrar al doblar la esquina. Echas a andar a tientas con una mano por delante y la otra en el bastón. Te detienes a cada paso intentando tantear ese paisaje al que tan acostumbrado estás. Sigues pateando ese rocío que, de momento, empieza a brillar sobre el césped del jardín. Siempre hay perros, pero te preguntas si alguno de ellos podría ser tuyo. ¿Lo necesitas? Prefieres no contestarte, ya tuviste un loro y sabes lo mal que lo pasaste —tú y el pobre pájaro—. 

Das la vuelta al edificio y de nuevo en la puerta, giras tu cuello hacia el interior; imaginas esos pilares, esa cubierta abovedada o esos arcos del gótico valenciano. Un enriquecedor contraste con su vecino el Museo Valenciano de la Ilustración, moderno y minimalista a rabiar, una provocación, pero que me consta que a ti te gusta, es más, te emociona y te confunde con esas mujeres vestidas de cuello para arriba —eso te han dicho—, sin que evidencies el por qué. Algunas parece que se mueven al correr de una pequeña brisa. Otra vuelta, van dos e insistes en que esas paredes pueden, aun palpando, despertarte sentimientos, emociones, recuerdos al fin. 

No ves, miras deprisa o finges que has visto, pero no ves. En paseo escuchas a lo lejos unos acordes de guitarra. Se aproximan. No sabes qué pensar. Quieto, rodeas un pilar posando la mano en su curvatura, acariciando la piedra, esperando que esta guarde algún secreto sobre esa música que quién sea que la toque comparte contigo. Sientes que eres tú el observado, el mirado, el visto… ¿Qué pensarán de ti? ¡Está loco! Pero tú ausente de lo que no ves te preguntas, ¿quién es el autor o autora de esa melodía que ha despertado tu atención? Quién quiera que sea, apoya la guitarra en la base de la columna y tira de una correa de piel, estrecha y larga. En el otro extremo, Dylan se resiste al acercamiento. No te conoce, pero te huele. Tú también a él. Dylan está entrenado y es un regalo para ti, dice una voz ajena, suave y emocionada de la que llega un fresco aliento. Correa y Dylan se arremolinan a tu lado. «Espero que lo quieras como lo he querido yo», ruega la voz al tiempo que las notas se alejan desapareciendo tras los pilares y el rocío del jardín. El final de la correa tira de ti. No estás acostumbrado. Como tampoco habías caído en la cuenta de lo incómodo que es caminar deprisa por ese pavimento a base de baldosas irregulares que tanto te recuerdan a los sampietrinos de Roma. 

En casa tanteas las llaves. Abres la puerta del patio y desde la acera de enfrente alguien, emocionada, os sigue con la mirada. Solo Dylan se vuelve para despedirse.

Alfredo Cot

 

Comentarios

  1. Me gusta, has plasmado esa primera vez que el perro lleva a su nuevo amo, Dylan sabrá como hacerle la vida más amena.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por tu incondicionalidad y buenos resúmenes. Besitos.

      Eliminar

Publicar un comentario