Cuentos de andar por casa: La cita



      Ordenó la dirección al taxista.
      Horas de ansiedad contenida, un deseo largamente anhelado a tan solo una carrera de taxi.
      —¡Avd. De la Libertad, esquina Constitución!
      —¿Hotel Meridional?
      —¡Sí! –contestó ausente, John.
    
    Ella lo tenía a dos paradas de bus, pero prefirió andar. Eso era lo que quería hacer, al menos lo iba a intentar. El paseo junto al Mediterráneo distraería su conciencia.

    Acordaron coincidir en el hall a una hora determinada, pero en el supuesto –más que probable– de que uno de los dos llegase con antelación, este, formalizaría la reserva y esperaría en el bar. Mary llegó antes, sin embargo, nada más reservar, prefirió subir a la habitación para ordenar sus cabellos y reforzar el rojo carmín de sus labios; darse una última mirada en el espejo y buscar rápidamente el ascensor de bajada. En la luna del camarín se vio perfecta, gesticuló gustándose. Acarició, llevando al sitio, los rizos de su media melena, negra y brillante como sus labios rojos recién pintados. Él ya estaba allí, esperando.
    
     Con una cantidad exacta de rubor y deseo subieron a la habitación. Dejaron las etiquetas para otro momento y el amor se convirtió en una sucesión de diminutos y minuciosos ataques eróticos. Mary se abandonó a un futuro inmediato y se entregó en un gesto entre tímido y seductor; había soñado con ese momento, pero, ahora, enfrentada a una realidad tan tangible y dulce como el rocío que brillaba en su cuerpo solo quería beber y dar de beber hasta quedarse seca. John se acostó junto a ella, la miró, admiró y deseó, sus labios aparcaron su carnosa pasión sobre sus pechos, besó sus pezones hasta multiplicar su tamaño y su humedad. Los tomó entre sus manos, haciendo circular sobre su sonrosada corona la yema de sus dedos al tiempo que fundían sus labios en un beso rebelde e interminable. Mary se sintió deliciosamente invadida, se ofrecía rendida al placer, participaba en la medida en que la excitación le dejaba ausentarse de su propio gozo y regalaba sus caricias a un cuerpo nuevo y despierto, recordando cómo habían deseado que fuese, cuando pudiera ser. 
    
     Un solo calor y muchos escalofríos. Un solo sol y muchas estrellas. Sus cuerpos al completo participaban de aquella acompasada y placentera gastronomía del pecado que los elevó al cielo entre gemidos, suspiros y susurros húmedos que los iluminaron con la cómplice luz de las estrellas.
    
     Acabada la batalla, el guerrero descansaba de espaldas. Su cuidado cuerpo mantenía despierto el atractivo de una piel suave y tostada por el verano. Ella deseó acariciarlo una vez más antes de dejar la habitación. Apuraron la copa de vino y al anochecer, pidieron dos taxis, cada uno de ellos a un lugar diferente. 
    
     Mientras esperaban, los dos al mismo tiempo se preguntaron:
    —Y tú, ¿dónde le has dicho que ibas?

Foto: Alberto Jonquieres


Comentarios

  1. Vaya giro que has dado a los cuentos ..me encanto la forma que has planteado un encuentro furtivo pero lleno de magnetismo ..y sobre todo el final muy real ..Gracias Alfredo un texto muy bueno ..Abrazos y feliz domingo .

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