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Mostrando entradas de 2023

Gloria Fuertes

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Una visita a un pasado entrañable. Gloria me recibe con un desayuno de bollos con chocolate y una reflexión: A esta isla que soy, si alguien llega que se encuentre con algo es mi deseo —manantiales de versos encendidos y cascadas de paz es lo que tengo— . Subraya que nació en Madrid de madre costurera y padre portero, y me aclara por si acaso: Nací en Madrid con dos días de edad, me llevaron a un colegio muy triste donde una monja larga me tiraba pellizcos porque en las letanías me quedaba dormida. Entonces me recuerda que era una joven atractiva y aplicada. A duras penas y bajo unas carpetas de deshilachadas cintas rojas encuentra unas cartulinas amarillentas y enmohecidas donde se adivinan diplomaturas en Taquigrafía, Mecanografía, Gramática, Literatura, Higiene y Puericultura. Pero de mayor fue poeta, poeta de niños-niños y adultos-niños: Escribo como escribo, a veces deliberadamente mal, para que os llegue bien. Sus ojos, redondos y expresivos invitan a entrar con amabilidad

Carlos Gardel. Cotidianeidades de andar por casa

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  La leyenda dice que Carlos Gardel era argentino. Otras, igual de ávidas de protagonismo, presumen de su origen uruguayo; incluso los franceses, que quieren ser la novia en la boda y el muerto en el entierro, aseguran que nació en tierras galas. Leyendas urbanas al fin y al cabo, porque lo realmente cierto es que el cantante más importante de la historia del tango era y siempre será: ¡valenciano! Corría el año 1890 y en el emblemático, tribal y cosmopolita barrio de Benimaclet, vino al mundo un niño de mirada melancólica y voz de lluvia. De familia humilde, fue bautizado en la iglesia de la plaza con el nombre de Carles Fuster i Gardel. —Partida de nacimiento número 190/890 del 11 de diciembre del citado año—. Sus padres, el Sr. Fuster y la señora Amparo Gardel, en edad madura de prometer, prometieron a los pies de la Asunción de Nuestra Señora, hay testigos —bueno, había— que ese niño jamás pasaría hambre y, aunque la vida se les fuera en ello, marcharían a hacer las Américas para

Belleza adulta.

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                                                       Belleza adulta (A mi amigo Josep Esteve Adam) Cuando la pasión regresa es fácil reconocerla. Es algo más que un sentimiento al que ponerle cara. Algo más que una afirmación que reubicar o que un premio que toca a destiempo.   Es la razón que en el orden establecido nos obliga a navegar en la tempestad cuando la gris y densa calma es la dueña de nuestro sin vivir. Esta pasión, que se parece en forma y color a aquella que creció por primera vez, y que sembró de exaltaciones nuestra juventud. Hoy, irrumpe ferozmente, con prisa… la misma de entonces, y se acomoda a empujones, rompiendo las resistencias formales de la que sin duda es la última etapa de nuestra vida.   Esta belleza madura, saturada en su día por diversas razones, declara abiertamente la guerra y despierta, porque una vez se durmió, y resucita, porque una vez murió. Y como un estremecimiento, siembra vértigos e ilusiones. Ya no miramos hacia atrás, hemos encontrado

Quinientas palabras

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  Estaba pensando si 400 palabras serían suficientes. Tenía que comprobar cuántas entraban en una página. Claro que dependía de muchas cosas, si negrita o normal, el tamaño, cursiva o recta, mayúsculas o minúsculas. Depende, depende… ¿Quién cantaba eso? Ah sí, eran los chicos de Jarabe de Palo, aunque dudo si realmente alguna vez existió el tal jarabe ese. Qué palo comprobar, a cierta edad, que se trataba solo de un símil. Porque el jarabe…, jarabe, sí existió, lo recuerdo con variedad de sabores, limón, menta, frambuesa, pero el de palo era otra cosa. A propósito de palos, dicen que la letra con sangre entra, pero la realidad es que no era con sangre, sino con palos, como el del palomar, pero sin palomos. Un vecino mío tenía uno, palomar claro, y a los palomos les pintaban las alas con colorines para identificarles en pleno vuelo. Nunca vi nada interesante en aquellas competiciones de media tarde en las que nadie ganaba nada, salvo la obligación de mirar al cielo durante horas e int

Dylan

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No te puedes perder.  Conoces esta parte de la ciudad como la palma de tu mano. Naciste por aquí cerca y podrías contar cosas que ya no ves o que ya no existen. Estás en lo que para ti es el Hospital de los Pobres Inocentes. Andas sin prisas, sin objetivo y pasas por lo que fue su entrada principal; lo que recuerdas es un pequeño torno con una puerta basculante en la que abandonaban a los recién nacidos —aquellos « Expósitos» de entonces—. Pero, creo que no se trata de que veas lo que no hay sino de que imagines lo que hay. Sabes lo que vas a encontrar al doblar la esquina. Echas a andar a tientas con una mano por delante y la otra en el bastón. Te detienes a cada paso intentando tantear ese paisaje al que tan acostumbrado estás. Sigues pateando ese rocío que, de momento, empieza a brillar sobre el césped del jardín. Siempre hay perros, pero te preguntas si alguno de ellos podría ser tuyo. ¿Lo necesitas? Prefieres no contestarte, ya tuviste un loro y sabes lo mal que lo pasaste —tú y

Un granota en Mestalla. (Mi relato en «cent» Vinatea Editorial)

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  Granotes en Mestalla Segundo Sauquillo era uno de esos tíos que, sin serlo —no era hermano ni de mi padre ni de mi madre—, se me había asignado por simpatía. Después del golpe de estado del 36, Segundo, al igual que otros casasdehareños que, por sus ideas estaban siendo hostigados, cuando no, encarcelados o, en el peor de los casos, asesinados en el cerro de Pozo Amargo, tuvo que salir con urgencia y nocturnidad a un destino más seguro.  Segundo Sauquillo había sido, hasta ese momento, el barbero de Casas de Haro, población manchega en el linde entre Cuenca y Albacete. El pueblo era demasiado pequeño y, Segundo, demasiado popular para que su republicanismo pasara desapercibido. Al igual que otros muchos, buscó desesperadamente asilo fuera del pueblo. Pidió ayuda a mis padres para que le permitiesen cobijarse en nuestra casa de la calle Agustina de Aragón de Valencia, hasta que encontrase una provisionalidad de oficio y habitabilidad.  Segundo Sauquillo, aquí, con nuestra complicida