Un granota en Mestalla. (Mi relato en «cent» Vinatea Editorial)

 


Granotes en Mestalla

Segundo Sauquillo era uno de esos tíos que, sin serlo —no era hermano ni de mi padre ni de mi madre—, se me había asignado por simpatía. Después del golpe de estado del 36, Segundo, al igual que otros casasdehareños que, por sus ideas estaban siendo hostigados, cuando no, encarcelados o, en el peor de los casos, asesinados en el cerro de Pozo Amargo, tuvo que salir con urgencia y nocturnidad a un destino más seguro. 

Segundo Sauquillo había sido, hasta ese momento, el barbero de Casas de Haro, población manchega en el linde entre Cuenca y Albacete. El pueblo era demasiado pequeño y, Segundo, demasiado popular para que su republicanismo pasara desapercibido. Al igual que otros muchos, buscó desesperadamente asilo fuera del pueblo. Pidió ayuda a mis padres para que le permitiesen cobijarse en nuestra casa de la calle Agustina de Aragón de Valencia, hasta que encontrase una provisionalidad de oficio y habitabilidad. 

Segundo Sauquillo, aquí, con nuestra complicidad, consumió seis meses de su vida en encontrar solución a su supervivencia. Seis meses hasta que habilitó como vivienda y barbería un bajo en el carrer Ample de Godella. Durante ese tiempo, estuvo escondido bajo la discreta, fiel y eficaz protección de mis padres. En las tertulias, a sotto voce, dio muestras de grandes conocimientos sobre el fútbol y, en especial, su cariño por el Valencia, C.F. Divertía presenciar los veniales enfrentamientos entre mi padre, granota hasta la médula y Segundo, xoto perdido. 

Instalado en Godella, le visitábamos cada semana para acompañarle en su porvenir y, al tiempo, mientras hacía un repasito a mi melena, actualizar las noticias sobre el Levante, U.D. y el Valencia, C.F. de las que él, siempre estaba muy puesto.

—¿Has visto a ese brasileño?, Walter. ¡Walter Marciano de Queirós! Es un goleador nato. Lo hace todo. Internacional por su país.

—Sí, he oído hablar de él; goleador y una técnica exquisita. ¿Y qué me dices tú de nuestro fichaje estrella, Wilkes?

—¿Estás de broma? Menudo regalo os hemos hecho. ¿Y tú, qué  me dices de Quincoces? ¡Una pared, un muro infranqueable!»

—Defensa por defensa me quedo con Areta, que vino del Bilbao nada menos.

Para, llegados al mediodía, sacar una botella con tapón de gometes con un vermut casero que hacían los curas de la Abadía de San José y un chorizo de pueblo que él troceaba en lonchas exactas. Para mí, un botellín de zarzaparrilla y unos trozos de puromoro negro que sabían igual que el refresco efervescente. Pero aquel domingo, 21 de junio de 1959, tenía, para nosotros, algo más que nos haría muy felices.

—He comprado unas entradas para el partido del miércoles, en Mestalla: Valencia -Santos. Dos son para vosotros. Iremos juntos.

Yo tenía 11 años. Me dio vueltas el estómago y casi vomito el puromoro. Por un lado, inmensa alegría por el sensacional regalo y, por otro, pánico por acompañar en plena calle del centro de Valencia a un «rojo»; querido y admirado, pero «rojo», al que en mi infantil percepción de las cosas, imaginaba en busca y captura.

El miércoles, 24 de junio de camino a Mestalla no paraba de mirar de izquierda a derecha, a delante y atrás, arriba y abajo. Mientras, el tío Segundo, que se había percatado de mi nerviosismo, me decía: «No te preocupes, esas cosas prescriben. Hace mucho tiempo de aquello. Disfruta con el partido que es lo único que importa. Es una ocasión singular para ver fútbol de calidad. Que, en Vallejo —dijo irónico—, no tendréis oportunidad. Mi padre, tocado en su línea de flotación, le lanzó la bolsa de barquillos que, Segundo esquivó por poco. Pero a mí, ni los barquillos ni la zarzaparrilla ni el puromoro me quitaba el tormento del cuerpo.

Las sillas estaban a unos cincuenta metros detrás de la portería del Gol Sur. Mi padre, Segundo y yo ocupamos unos asientos duros, pero menos que el banco de piedra de Vallejo. También estábamos más lejos del terreno de juego. En Vallejo, casi tocaba con la mano al linier cuando corría por la banda. Empezó el partido y los goles fueron cayendo uno detrás de otro, hasta ocho. El equipo brasileño tuvo su gran estrella en Pelé, el cual confirmó plenamente la gran fama de que llegó precedido. Inauguró el marcador, a los 36 minutos, Pelé que, con habilidad, sorteó a la defensa valencianista y empalmó un tiro cruzado que hizo inútil la estirada de Pesudo. Dos minutos más tarde, Mañó, al recibir un pase adelantado de Walter, avanzó rápido hacia el marco contrario, para ceder a Aveiro, quien cruzando el balón, se apuntó el empate. Faltando 40 segundos para el descanso, un tiro de Dorval lo desvía con apuros Pesudo, pero Coutinho, oportuno y atento a la jugada, lo envía a la red casera. Y con el resultado de dos a uno, a favor del Santos, se llega al descanso.

A los 19 minutos del segundo tiempo aumentaron los visitantes la diferencia, por mediación de Dorval. Parece ya decidido el encuentro, pero el Valencia en magnífica reacción y en el corto transcurso de minuto y medio, consigue dos goles de bellísima factura, obra de Aveiro, el primero, y de Egea, el segundo. A los 6 minutos, Pepe, de remate de cabeza, deshace la igualada, que establece, sin embargo, de nuevo, el Valencia, por mediación de Egea.

El miedo tardó en desaparecer, alguien podía habernos seguido. Alguien podía haber reconocido al barbero de Casas de Haro paseando, libertino y temerario, por las calles de la ciudad. Alguien podría relacionar al que, en otro tiempo fue tan buscado, con el negligente que comprometía su secreto por un partido de fútbol. Alguien… No hubo alguien por el que temer y, a ese miércoles internacional, le siguieron otros de menos enjundia en el campo de la palmera y el Real Monasterio de la Santísima Trinidad.

Mi padre, el tío Segundo y yo, seguimos discutiendo de fútbol cada domingo a la hora del aperitivo, mientras a mí, me arreglaba las puntas… las puntas nada más.

Granotes en Mestalla es mi relato para la antología cent de Editorial Vinatea. Publicado con motivo del centenario de Mestalla.

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