Dylan
No te puedes perder. Conoces esta parte de la ciudad como la palma de tu mano. Naciste por aquí cerca y podrías contar cosas que ya no ves o que ya no existen. Estás en lo que para ti es el Hospital de los Pobres Inocentes. Andas sin prisas, sin objetivo y pasas por lo que fue su entrada principal; lo que recuerdas es un pequeño torno con una puerta basculante en la que abandonaban a los recién nacidos —aquellos « Expósitos» de entonces—. Pero, creo que no se trata de que veas lo que no hay sino de que imagines lo que hay. Sabes lo que vas a encontrar al doblar la esquina. Echas a andar a tientas con una mano por delante y la otra en el bastón. Te detienes a cada paso intentando tantear ese paisaje al que tan acostumbrado estás. Sigues pateando ese rocío que, de momento, empieza a brillar sobre el césped del jardín. Siempre hay perros, pero te preguntas si alguno de ellos podría ser tuyo. ¿Lo necesitas? Prefieres no contestarte, ya tuviste un loro y sabes lo mal que lo pasaste —tú y