Quinientas palabras


 

Estaba pensando si 400 palabras serían suficientes. Tenía que comprobar cuántas entraban en una página. Claro que dependía de muchas cosas, si negrita o normal, el tamaño, cursiva o recta, mayúsculas o minúsculas. Depende, depende… ¿Quién cantaba eso? Ah sí, eran los chicos de Jarabe de Palo, aunque dudo si realmente alguna vez existió el tal jarabe ese. Qué palo comprobar, a cierta edad, que se trataba solo de un símil. Porque el jarabe…, jarabe, sí existió, lo recuerdo con variedad de sabores, limón, menta, frambuesa, pero el de palo era otra cosa. A propósito de palos, dicen que la letra con sangre entra, pero la realidad es que no era con sangre, sino con palos, como el del palomar, pero sin palomos. Un vecino mío tenía uno, palomar claro, y a los palomos les pintaban las alas con colorines para identificarles en pleno vuelo. Nunca vi nada interesante en aquellas competiciones de media tarde en las que nadie ganaba nada, salvo la obligación de mirar al cielo durante horas e intentar identificar unos colores que a esa altura eran imposibles de definir. Y además se equivocó la paloma, por ir al norte fue al sur y creyó que el trigo era agua, en fin, lo que venía diciendo… que me dijo mi primo Luis que mi vecino, el de las palomas, era rojo, como si yo no lo supiera. Eso sí, era el rojo más elegante que conocí en muchos años, vendía camisas de seda en unos grandes almacenes y vestía como un pincel. Cien pesetas valían cada una, el cuerpo azul celeste y el cuello y los puños de blanco inmaculado con los botones en azul falange, nunca le compré ninguna. Me acompañó aquella tarde en los Viveros, donde conquistamos a dos muchachas de servir y a las que dejamos con los delantales puestos porque tenía que ir a dar de comer a las palomas. Fue una semana antes de mi apendicitis. ¡Dios mío, qué mal lo pasé! Me acompañó en un interminable viaje en tranvía de una punta a otra de Valencia. Aquella noche acabé en el hospital, con una cicatriz en mi ingle de 12 cm. de largo. De las muchachas de servir no volvimos a saber nada y, su padre, el de mi amigo rojo de las camisas de seda, acabó vendiendo el palomar con todas las palomas dentro. Y yo me pregunto, ¿cómo se vende un palomar? ¿Se desmonta palito a palito? o uno se muda a la casa del comprador y él se queda con la tuya, palomar incluido. Bueno a lo tonto a lo tonto ya voy por las cuatrocientas cuarenta y cuatro. Hoy, unos cuantos años después, compruebo sorprendido, que ya no se ven palomares como aquellos; que de nuevo se llevan esas horribles camisas de cuerpo azul celeste y cuello y mangas de blanco inmaculado. Que las muchachas de servir son todas peruanas y no llevan delantal. Que no hay casi rojos y que mi cicatriz de doce centímetros ha desaparecido, lo que me hace pensar que todo aquello fue una ilusión vivida en un tranvía con el que atravesábamos Valencia, a ser posible, sin pagar.

Comentarios

  1. Un monólogo de lo más ingenioso , el cual ha sido todo un placer leer.
    gracias por tus letras.
    Un abrazo.

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  2. Es que las vivencias de la primera juventud se diluyen en el recuerdo como un suspiro en el viento. Bello texto. Un abrazo

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    1. Gracias, Mónica. Vivencias no faltan. Solo el tiempo y su aliado, la ficción, las disfrazan de sentido. Besitos.

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