¡Puta Mili!


El servicio militar era un acontecimiento que, lejos de ser una experiencia provechosa en la que durante un tiempo razonable nos aproximáramos al peculiar mundo de las estrategias, del conocimiento del material bélico, de la preparación para los desfiles o la disciplina castrense, que no era mayor ni menor que las que algunos soportaban en las fabricas, las oficinas o el campo, y otros se imponían a sí mismos en sus estudios para obtener con éxito oposiciones y exámenes, se convertía en una carrera de despropósitos en la que los mas espabilados y recomendados obtenían licencia para ausentarse, y pasados los tres primeros meses de instrucción, las instalaciones cuartelarias quedaban ocupadas por soldados con el único objetivo que repartirse innumerables guardias, en las que vigilantes de un hipotético peligro que podría acecharnos y que obviamente jamás se producía, uno tenía la sensación de estar perdiendo el tiempo, mientras tanto el resto de la “quinta”, fontaneros, carpinteros, jardineros, etc. liberados de su permanencia en el cuartel, por no se sabe que artículo, se ocupaban durante unas horas a la semana, de reparar y cuidar las residencias particulares o de verano de los respectivos jefes y oficiales.

Ni siquiera puedo entrar a valorar como una característica innata positiva, el típico tópico de que por lo menos en “la mili”, se hacen amigos de verdad y para toda la vida, pues lo cierto es que los amigos lo son, exactamente igual que los del barrio, la escuela, la universidad, el taller o la oficina, y unos lo son mucho, otros menos y otros ni siquiera lo son, a muy pocos los frecuentas en los años posteriores y a solo unos cuantos los recuerdas durante algún tiempo.

Recuerdo con especial cariño un soldado de mi propia reclutada, natural del pueblo navarro de Falces, trabajador del campo y cuyo nombre Liborio parecía que ya lo decía todo, su aspecto a pesar del uniforme no distaba mucho de la caricatura que nos llegaba de los grotescos personajes cinematográficos del cine de Ozores y Leblanc de hacía unos pocos años, sin embargo Liborio era un hombre de una madurez y sensibilidad por encima de la media, su falta de conocimientos enciclopédicos, los compensaba con creces con su peculiar llaneza y obviedad de hombre comprometido a la vida a través de la naturaleza, su pueblo, su campo y sus animales, él no tenía ninguna intención de demostrarlo, era fiel sin proponérselo, su aparente introversión y discreto distanciamiento de los grandes grupos en los momentos de expansión, no era sino una previsión de seguros y desagradables encuentros con los “superdotados capitalinos” que consentidos por parte de la suboficialia de rango inmediato superior, y con una soberbia y vanidad injustificable abusaban de la candidez o indefensión de los Liborios de turno.

José Manuel Cevallos era otro recluta indefenso, moreno con el cabello negro y liso, durante su estancia se dejo crecer un bigote corto, su reclutada, hacía el periodo de instrucción, al tiempo que yo, ya veterano, pasaba horas interminables limpiando el coche del capitán de turno, o llevándole la prueba de la comida al General en su despacho de Jefatura, platos que a la mayoría de las veces ni siquiera miraba.

José Manuel vivía en Torrelavega, una población próxima a Santander, la distancia geográfica con su casa le obligaba a permanecer en el cuartel la mayoría de los fines de semana, como a muchos que viviendo y trabajando en Gerona, Navarra, Lugo, etc. inexplicablemente, los desplazaban durante mas de un año a otro lugar, lejos de su familia y su trabajo, incorporándolos a un colectivo en el que el tedio, la displicencia y la angustia a causa de un trato cruel y arbitrario era el único activo, de un balance, con un resultado en algunos casos lamentablemente dramático, sin entrar a valorar el consiguiente deterioro patrimonial y profesional que significaba una ausencia tan prolongada.

José Manuel y yo, después de compartir muchas horas de ocio, llegamos a intimar, él, era un joven discreto y culto, al que además el distanciamiento de su tierra y de los suyos le afectaba de forma especial, la ecuanimidad y desenfado con el que yo trataba a los aspirantes a soldados, o incluso una vez siéndolos, indistintamente de la reclutada a la perteneciesen, o del servicio que prestaban, facilitaba el acercamiento personal, sobre todo de aquellos, que por su clase social, o por la debilidad moral que suponía las prolongadas ausencias, recibían indiscriminadamente, un trato poco estimulante y alentador.
Parecía inevitable que alguno de aquellos compañeros que encontraron cierto alivio y protección en los que como yo, les respetaban o acompañaban en momentos incómodos, mostraran su agradecimiento de múltiples formas.

José Manuel me invitó a pasar unos días en su casa y conocer a sus padres, convinimos en aprovechar un corto permiso en el mes de agosto, para que yo le llevara con mi coche, y después de tres o cuatro días regresara yo solo.
Conocí a su familia y a sus amigos y fue un anfitrión inseparable durante mi corta estancia, organizó excursiones para enseñarme los Picos de Europa, pueblos como Potes, Santillana del Mar o San Vicente de la Barquera, incluido un partido de fútbol correspondiente a un trofeo veraniego entre el Racing de Santander y un equipo extranjero. Una tarde que tuvo que atender un asunto familiar me sugirió que yo solo, visitara las poblaciones costeras de Castro Urdiales y Laredo.

Todo el viaje, desde Valencia, nos había acompañado un magnetófono de bobinas Marca Grundig TK6L, que también funcionaba con pilas, pero esa tarde, que resultó ser una aventura apasionante, sonó, una y otra vez la cinta con la grabación que había hecho días antes de “In the court of King Crimson”, el pequeño viaje, pausado y lento a través de caminos comarcales, atravesando bosques y poblaciones como Valdecilla, Solares o Colindres, crecía y decrecía al son de los solos de los instrumentos de percusión, de viento o de cuerda, con los que me obsequiaban los chicos de Robert Fripp, y que por la técnica del rebobinado interpretaban incansablemente.
Anocheció a la vuelta y lo que empezó siendo una ligera llovizna, se convirtió en una intensa lluvia que imprimió al regreso un carácter menos distendido, los bosques parecían mas extensos, y las poblaciones mas distantes, su incesante golpeo sobre el coche y el reflejo de sus cortinas de agua sobre los árboles, añadía a la conducción matices siniestros, y mas entrada la noche su reflejo en la densa vegetación adquirieron unos tintes fantasmagóricos, las melodías descriptivas de los Crimson, parecía que se ubicaban en un espacio escénico similar al que estaba viviendo, como si todo aquello, fuera la interpretación de un drama cinematográfico, cuya banda sonora nos preparaba para un final de desenlace glorioso.
Llegué justo para la cena, aliviado por no haber creado ninguna preocupación a mis anfitriones, que compartieron con curiosidad mi particular escenificación de la citada experiencia.

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